Octubre

Estamos a principios de octubre de 2020. Acabo de recuperarme de un fuerte esguince lumbar y hoy empiezo mi primera clase de surf en una escuela local. Tengo exactamente 55 años y mucho miedo a las olas altas, a las corrientes fuertes y a los vientos revueltos. Pero algo -no paro de preguntarme qué- me impulsa a meterme en el mar con una tabla de surf bastante pesada y un traje de neopreno prestado, que me está grande.

Quizás una de las razones es que hace tiempo que la vida me  llama insistentemente, y ya no me quedan excusas para quedarme en el incómodo -aunque familiar- extrarradio de la supervivencia. Las llamadas a vivir, a vivir de verdad, son variopintas y, a veces, confusas, y esta, desde luego, no me la esperaba: llegó en forma de oportunidad de probar una clase de surf en una escuelita local.

Por otro lado, también estoy harta de ser una mujer de mediana edad sedentaria. La parte ‘mujer de mediana edad’ ya la he peleado con creces, tras darme cuenta un día, así de repente, de que no había marcha atrás. Durante varios años, tuve grandes dificultades con ver cómo la que me miraba desde el espejo era una versión progresivamente arrugada y deshidratada de la yo que tenía en la mente, una versión que iría empeorando poco a poco, y que acabaría por estropearse del todo, hasta morir. Eso, cuando ya te va tocando, impresiona.

Luego vino la parte ‘sedentaria’. Llevaba años engañándome a mí misma con el mantra ‘es que yo hago yoga’. Pero lo cierto es que hago lo mínimo para no estar totalmente tiesa y poder llegar bien al suelo a abrocharme los zapatos sin tenerme que sentar. Eso, en realidad, no es hacer yoga. Además, trabajo sentada, leo sentada, veo pelis sentada, como sentada, y conduzco sentada. El tanto por ciento de tiempo que estoy de pie y activa al día es, seamos francxs, mínimo. Cuando me enfrenté a esta verdad, me dí cuenta de que, efectivamente, soy una sedentaria de libro.

En cambio, para mantenerme en forma mentalmente ya hago lo mío: medito, estudio, pienso mucho, leo, analizo todo lo que veo, oigo, toco o pruebo y, en definitiva, uso mi mente para intentar aprehender y comprender el mundo que me rodea.  Así que, básicamente, soy una mujer mayor superviviente, intelectual y sedentaria. Además, durante toda mi vida tuve mucho miedo a morir y, ver cómo pasan los años a velocidad supersónica, da una idea de a dónde me voy dirigiendo, implacable e irremediablemente. De un tiempo a esta parte parece que estoy más conforme con eso, pero no tanto con las enfermedades que se introducen lentamente entre los tejidos, huesos, y células, abriédose camino sibilinamente sin llamar la atención, hasta que, de repente, eres incapaz de subir escaleras o levantarte de una silla sin ayuda. Sé que las enfermedades acabarán apareciendo. Pero me gustaría posponerlas todo el tiempo que pueda, sabiendo de antemano que, si les da por aparecer más pronto que tarde, poco podré hacer al respecto. Es el mientras, el ahora, lo que importa.

De vuelta al aquí y al ahora. De vuelta a mi primera lección de surf. Afortunadamente, el mar está totalmente plano hoy. Estoy muy nerviosa, pero también muy emocionada. Soy la mayor del grupo, y otra vez me pregunto por qué sigo interesándome por cosas raras que la gente de mi edad no suele hacer a menos que lo haya hecho toda su vida. Lo entendería si hubiera sido una persona aventurera y atrevida. Pero, aunque he tenido mi cuota de aventuras en la vida, en realidad soy más el tipo de niña buena, amable, simpática y cercana, llena de miedos y preocupaciones, y muy poco atrevida o espontánea, más bien al revés: me lo pienso todo veinticinco pares de millones de veces, y no hago nada sin calibrarlo exhaustivamente primero. Así que no tiene mucho sentido, pero no le doy más vueltas…de momento, y solo porque tengo que concentrarme en llegar a la orilla sin tirarme la tabla encima del pie.

El agua está fría y el traje es demasiado grande, así que va entrando agua por todos los huecos. Recordemos que es octubre y, aunque esto no es el Mar del Norte, el agua está fría. No helada, pero sí fría, lo suficiente para replantearme este asunto una vez más. Sin embargo, atajo las protestas internas, porque, obviamente, esto forma parte del reto que tengo entre manos, y mi amor propio me impide quedarme en la orilla simulando dolor de estómago o algo similar. Así que sigo avanzando, doy un salto, me subo a la tabla, y comienzo el viaje mar adentro, hacia el punto donde uno de los instructores ha parado y se ha sentado en su tabla a esperarnos. Mientras remo, pienso que es curioso sentir lo inestable que puede ser una tabla de surf para principiantes, incluso en aguas totalmente planas. La mía no para de rebotar hacia los lados, y me las arreglo para parecer una boya oscilante, intentando avanzar y perdiendo el equilibrio una y otra vez.

Remamos unos minutos más. Compruebo con el rabillo del ojo que soy de las últimas en llegar, y siento una mezcla de frustración y de alivio. Siempre vigilo estas cosas, tratando de asegurarme de que no lo hago demasiado mal, no sea que me echen del grupo, ni demasiado bien, porque destacar mucho me provoca estrés. Prefiero el anonimato interesante. Cuando llegamos al punto cero, nos sentamos en la tabla y, por primera vez, siento la magia del momento: el agua transparente e inmensa, el silencio, el cielo luminoso, y la tabla meciéndose al ritmo de las ondas que se forman con nuestros movimientos.

Es, sin lugar a dudas, un privilegio estar aquí.

Cuando estamos todxs, nos ponen a jugar a un juego por parejas, que consiste en poner dos tablas cruzadas, y tratar de mantenerlas quietas para poder practicar por turnos el pop up con seguridad. Esto del pop up es, sencillamente, pasar de estar tumbada a ponerme de pie en la tabla. Dicho así, me parece de una facilidad evidente. Y, sin embargo, a pesar de la ayuda de mi compañero, y de la calma del agua, soy incapaz de hacer algo tan sencillo como impulsarme hacia arriba colocando una pierna hacia delante en la tabla. ¿A dónde se han ido a parar mis músculos abdominales? ¿Y mi tan cacareada elasticidad? No doy crédito.

Me siento frustrada y ridícula, con mi traje de neopreno demasiado grande y mi pelo goteando insistentemente sobre los ojos. Me recuerda un momento de mis 13 años, no demasiado glorioso, en el que el hermano -¡de 9 años! del chico que me gustaba, me derrotó en mi primera prueba como nadadora del equipo de natación local. Qué vergüenza pasé. A pesar de ser más ágil y fuerte que la media de las chicas que conocía, de haber patinado y montado en skate durante años, y de ser de las mejores en educación física en el colegio, no dejaba de sentirme torpe y débil. Dominar ciertas actividades se debía más a mi tesón que a mis facultades reales, o eso había creído siempre. Ahora, tras muchos años de trabajo personal, de formación en psicoterapia, y de experiencia adquirida, empiezo a darme cuenta de que la mente juega un papel crucial en el desarrollo de nuestras capacidades, y en las zancadillas que nos ponemos para avanzar.

Y yo soy la reina de las zancadillas.

Sin embargo, los pocos segundos que consigo manterme de pie sobre la tabla, unidos a la alegría que siento por estar en contacto con esa naturaleza tan salvaje y cercana, superan los sentimientos negativos y los recuerdos desagradables. El frío y el constante movimiento, la brisa y la inmensidad del cielo sobre nuestras cabezas, el contacto con el agua fría, me hacen sentir viva. Yo, que siempre he sentido que la vida no iba conmigo, que podía quedarme fuera y no pasaba nada, que vivía con lo mínimo en todos los sentidos, poder sentirme viva es, cuanto menos, peculiar. Y ese sentirme viva me da fuerzas para decidir volver a la siguiente clase, como un compromiso por salir de un espacio interno gris y silencioso, pequeño y carente, apagado pero seguro. La inmensidad supone, para mí, peligro de aniquilación. Pero hoy, en un intento por salir de esa cueva íntima y oscura, me agarré a una tabla de salvación, literalmente.

La semana que viene, más.

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